Al mexicano le gusta quejarse del gobierno. “El gobierno no hace nada” y “todos son unos corruptos” son el Mantra Nuestro de todos los días.

 

 

Por un lado lo odia, pero por el otro lo idealiza. Cree que el gobierno debe cuidar de él y de su familia, erradicar todos los males de la sociedad, educarlo, darle trabajo, resolver los problemas de la comunidad y hasta cuidarlo de sí mismo. Si restringe libertades personales no importa. El gobierno debe ser un padre todopoderoso, omnipresente, omnisciente, omnipotente, sabio, justo y cariñoso.

El gobierno debe ser el dueño de los mares, de las montañas, de los minerales, del petróleo, de la energía eléctrica, de los ríos, de la salud, de la educación y de su trabajo.

 

Así debe ser. Él es el dueño de todo. Es el cacique, el Padre, el todopoderoso, el tlatoani.  Mientras otros pueblos defienden sus derechos y libertades, nosotros defendemos las del gobierno.

 

El gobierno debe protegerlo de la “inmoralidad” de los “vicios” y hasta de los “malos pensamientos”; el gobierno debe salvaguardar el ideal de ser humano que él no es pero al que aspira. No importa que lo maltrate, el fin justifica los medios.

Es un padre ausente que no logra cumplir con esa expectativa; es un padre alcohólico que ha abandonado a su familia, la sociedad mexicana y a su madre, la nación; se ha despilfarrado todo el dinero en vicios y mujeres; es un padre golpeador y represivo. Pero él lo perdona. En lugar de crecer y responsabilizarse de su propio destino, el mexicano quiere que su padre regrese al hogar y sea el proveedor confiable y amoroso que él añora.

“No importa que nos robe, mientras nos cumpla”.

Por eso, cada 6 años vota por un nuevo padre, alguien que ahora sí lo abrace y lo quiera. Se apasiona, se pinta de colores, se pelea con sus hermanos porque van a votar por otro o peor aun,  porque insisten en despertarlo de su sueño infantil y hacerlo crecer y madurar.

Luego se desilusiona y se enoja con el político en turno por haber usurpado el rol de padre; por haber quedado tan lejos del ideal.  Es momento de ilusionarse con alguien más. Un nuevo color, un nuevo lema, una nueva cara, una nueva esperanza para México.  

El mexicano se niega a analizar al sistema. “El problema no son las instituciones, sino las personas”. No logra ver las fallas estructurales, las políticas equivocadas, “las leyes son buenas”, las instituciones son buenas, nosotros somos los que les hemos fallado”, “mea culpa”, escogimos mal, escogeremos mejor en la siguiente.

El mexicano no quiere una relación adulto-adulto con el gobierno, él escoge ser el niño eterno en busca del padre ideal.  No piensa vigilarlo, cuestionarlo, responsabilizarlo o limitarlo. No quiere darse poder a sí mismo; no quiere pensar, analizar o madurar. Le gusta lloriquear y patalear, ese es su derecho.

Más de fondo, el mexicano se identifica con el mal gobierno. Él también es ese padre ausente, alcohólico, golpeador, irresponsable y gastador.  Y en ese tejido perverso de culpas propias y ajenas, el mexicano perpetúa el mito con el ritual de la elección. “Ahora sí” o quizá se muestra fatalista y triste porque nunca encontrará a su padre ideal “todos son iguales, no tiene caso votar”.

Vote o no vote, el mexicano no piensa crecer. Vota para quejarse o no vota, porque al quejarse no logra nada.  De cualquier manera, el mexicano se despoja de todo poder personal y se lo otorga al gobierno.  Confunde democracia con buen gobierno, confunde gobierno con dios y se destina a ser un don nadie, dueño de nada, impotente, insignificante, una víctima de la vida, una víctima del gobierno que lo es todo y a la vez, no le da nada. El mexicano ofrenda lo único que puede dar: su sacrificio personal, su calidad de víctima. 

“Padre mío que estás en mi corazón, ¿por qué  me has abandonado?”

Santiago Roel - Semáforo Delictivo