La vida es un juego infinito que nunca debe parar. No jugamos para un momento, jugamos para poder seguir jugando. Si lo nuestro se acaba, la vida en un sentido más amplio, continúa. Sufre lo individual, pero no lo colectivo. 

La vida es un juego infinito que nunca debe parar. No jugamos para un momento, jugamos para poder seguir jugando. Si lo nuestro se acaba, la vida en un sentido más amplio, continúa. Sufre lo individual, pero no lo colectivo. 

Los mejores escritores no escriben para ganar premios y ser reconocidos, escriben porque gustan de escribir. Los mejores científicos, lo mismo, gustan descubrir. Si el premio era el objetivo, se acaba el juego, se vuelve un juego finito. La fama los mata, los enmudece, acaba con su creatividad.

Lo importante en la vida entonces, no es el triunfo heráldico, estático, sino el juego perenne, dinámico. Los sistemas humanos infinitos tienen reglas claras que motivan a jugarlo y lo hacen perdurable para todos, para los rivales, para los árbitros, para el público, para el ecosistema. El sistema se auto-ordena en movimiento constante en un aprendizaje individual y colectivo continuo, de prueba y error, triunfo y derrota.  

La democracia es un juego infinito de competencia, triunfo temporal, respeto por los rivales, respeto a la diversidad, negociación y acuerdos. No es un juego para llevar a un partido al poder y mantenerlo ahí eternamente. Si algún partido o político está jugando a erradicar rivales y competencia, no juega a la democracia, juega a un juego finito, juega a que la democracia termine y el beneficio sólo sea para él. Juego suma cero: yo gano, todos pierden. 

El mercado es un juego infinito, un sistema de toma de decisiones de poder distribuido, donde se compite por ventas y utilidades, pero para ello, hay que saber satisfacer al comprador; es un juego en donde el cliente siempre gana, salvo cuando la competencia se acaba o se minimiza, cuando el juego se hace finito. 

Si algún competidor adquiere tanto poder, como para eliminar definitivamente a sus rivales y manipular los precios en su beneficio, entonces el mercado ha dejado de ser un juego infinito; el monopolista deja de satisfacer a sus clientes. Si el poder extraordinario lo logró por medios legales, es posible que lo pierda en un futuro por la creatividad de otros competidores, si no, hay que revisar las reglas del juego para hacerlo más competitivo. Si lo logró por medios ilegales, hay que castigar el fraude. 

La competencia es la base de los juegos infinitos. La competencia es la mejor manera de cooperar, bajo el entendido de que las reglas de competencia son las reglas de la cooperación. Si la competencia se acaba, se pasa de la cooperación a la coerción, se pasa a la fuerza, se pasa al privilegio sin méritos, al control y abuso de unos por otros. Los juegos infinitos otorgan poder, los juegos finitos ejercen la fuerza. Los juegos infinitos son divertidos y promueven la libertad, la creatividad y la diversidad. Los juegos finitos, en cambio, son aburridos y promueven la obediencia, la conformidad y la uniformidad. 

 

En la teoría de juegos, todo aquel que tiene el poder para ganar, va a tratar de utilizarlo en su beneficio, pero entiende que es un triunfo temporal, limitado, en riesgo, es un equilibrio dinámico. Si en cambio, puede abusar a tal grado, como para ser el único vendedor o el único partido, lo hará. Todo el que pueda abusar del poder, va a abusar del poder, ese es el supuesto fundamental de los juegos infinitos. 

Por tanto, el juego infinito se basa en la desconfianza, no en la confianza. Todos persiguen su propio beneficio y todos desconfían de los demás, pero se elaboran reglas claras para evitar el abuso en contra del sistema. Se confía en las reglas, se confía en el sistema, no en los que participan en él. Si el sistema deja de ser confiable, entonces, el juego se debe enfocar sobre la mejora del las reglas para evitar los abusos. 

En un sistema infinito, la igualdad en los resultados es imposible de lograr. Quien proponga eso no entiende de juegos infinitos ni de sistemas complejos o aborrece la competencia. La competencia, la diversidad de los jugadores, la suerte, las condiciones iniciales y el dinamismo del juego tienen como resultado que unos ganen y otros pierdan. Lo que busca el juego infinito es la igualdad de las reglas no de los resultados, que nadie sea tan poderoso como para cambiar o manipular al sistema en su beneficio. 

Una manera de lograrlo es a través de un sistema de gobierno, con reglas y un árbitro que cuida el respeto a las reglas y que sanciona a quien las infringe. Sin embargo, ese sistema debe estar distribuido y vigilado por todos para que ningún árbitro o regulador tenga tanto poder como para abusar de él. Por eso, los sistemas democráticos separaran al poder y rinden cuentas. La concentración de poder siempre deriva en abuso, coerción y pérdida de libertades.  

La gran innovación de los sistemas crypto o de blockchain es esa. Todos los jugadores desconfían de los demás. A través de la tecnología se crea un sistema de poder distribuido que hace muy difíciles los abusos y los fraudes. De nueva cuenta, se confía en el sistema, no en los jugadores. Probabilísticamente, es muy difícil abusar y por tanto, no requieren de un órgano rector. Por ello, muchos gobiernos se oponen a esta tecnología, el juego no los requiere. 

Se invirtió el porcentaje de pobreza

Hace 200 años, algunas sociedades re-inventaron la democracia como un sistema político infinito de alta competencia.  Aprendieron también, a respetar y fortalecer el gran invento milenario de la humanidad, el mercado. Al extenderse estos conceptos, el desarrollo del mundo en esos últimos años es impresionante. Hace 200 años, más del 90% de la población vivía en pobreza extrema, en 1950, era el 75%. Hoy, menos del 10% vive en pobreza extrema. 

No todos juegan bien el juego. En competencia, desconfiando del ser humano, pero confiando en su capacidad de generar reglas de juego infinito, los estados que mejor juegan el juego son los más competidos, los más libres, los más prósperos, los más satisfechos, los más sustentables y curiosamente, los más equitativos. En cambio, los países que no han aprendido a desconfiar, ni a generar reglas de juego infinito, siguen jugando un juego finito de miseria, dictadura, abuso de poder, economía de compadres, falta de libertad y mayor inequidad. 

Santiago Roel R